viernes, 22 de octubre de 2010

El día que comí los Rollitos de Salmón

Chipindo bonico! Es uno de los cánticos con los que siempre recibo a Jordi, el bonico de Igualada. 
Aquí me ha mandado su experiencia de "el día que comío" los rollitos de salmón. No os perdáis detalle! (SPOILER)  magnífico el twist final del SMS!
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Recuerdo muy bien el día que comí los rollitos de salmón de Dani, pues fue el mismo día en que morí.

Si ahora puedo contarlo es gracias al buen hacer de una médium afrohúngara, que ha accedido a dejarse poseer para escribir mi historia a cambio de que Dani le cocine una cabra a la reducción de Módena para un rito satánico. Se ve que Satán se ha vuelto muy tiquismiquis con los sacrificios y últimamente sólo se aparece en altares con estrella Michelin.

¿La causa de mi muerte? La propia paradoja que plantea el plato - deliciosidad y simpleza -, me empujó a una espiral de locura y autodestrucción de la que no supe escapar de otra forma que no fuera el suicidio o apuntándome a ballet. Y los tutús nunca me han quedado bien.

Es mi obligación advertirles, oh incautos aprendices de cocinero, de las cinco fases por las que pasarán una vez hayan ingerido tan suculento entrante. Cinco fases, cinco etapas, cinco círculos concéntricos que formarán la antesala de su propia muerte o la de sus comensales. Léanlos con pavor y cierto regocijo.
1.    Negación. A los 3 minutos de probar los rollitos empecé a ofuscarme. Mi cabeza se resistía a aceptar que una combinación tan simple pudiera llegar a ser tan deliciosa. ¿Salmón, tortilla y pesto? ¿Y ya está? Me cerré en mi mismo (literalmente, mi esfínter se retrajo para adentro) y estuve media hora murmurando “no, no, de ninguna forma”, mirando de reojo a Dani con los ojos medio cerrados y un hilillo de baba abriéndose camino entre mis labios.

2.    Ira. Acto seguido llegué a la conclusión que Dani me escondía algo, un ingrediente secreto, una técnica de cocción, lo que fuera con tal de no tener que aceptar que sólo había juntado un trozo de salmón con una tortilla untada en pesto. Hubiera preferido saber que había dejado reposar el rulo media hora en el interior de su recto. Así que me levanté violentamente y me dispuse a golpearle en la cabeza con el primer objeto contundente que encontrara. Por desgracia sólo di con una servilleta de papel y más que una agresión pareció un espectáculo de danza moderna.

3.    Negociación. A continuación aplaqué mi ira de la única forma que sabía: acariciando suavemente mis pezones y ofrecí a Dani 1000 euros a cambio de su secreto. Aceptó. El secreto, me dijo, estaba en juntar los tres ingredientes en forma de rulo. Algo que ya sabía. Tuve que darle los 1000 euros y un beso en la mejilla en disculpa por lo de la servilleta.

4.    Depresión. Dos minutos más tarde me di cuenta que había perdido 1000 euros por tan bárbara estupidez. De pronto me sentí más pequeño que un gusano con enanismo. Avergonzado, me escondí en su armario de los abrigos y volví a acariciarme los pezones, esta vez con las mangas de una chaqueta de cuero.

5.    Aceptación. Al fin vi que no había más secreto que la propia maestría de Dani a la hora de juntar tres elementos simples, pero destinados a encontrarse en forma de espiral de cara a la eternidad culinaria. El salmón, pescado que había remontado todo un río sólo para dejar unos huevos. Los huevos, que habían descendido todo el sistema reproductor de una gallina sólo para terminar en una paella untados en pesto. Y el pesto, que había viajado desde Ucrania a manos de unos duendes transportistas (el pesto se hace así, ¿no?) sólo para terminar en un rulo demoníaco.

Al fin todo había cobrado un siniestro sentido. No sabía exactamente cual, pero era uno que me empujaba a poner fin a mi vida o apuntarme a ballet. Y ya he mencionado la incompatibilidad de los tutús con mi escroto. Abracé a Dani con lágrimas en los ojos, acaricié mis pezones por última vez y me arrojé por el balcón de su casa. Como vivía en un entresuelo tuve que arrojarme tres veces más, hasta que di con algo parecido a la muerte cuando una abuela aparcó su taca-taca encima de mi cabeza. Expiré mi último aliento, un sonoro eructo con sabor a pesto, huevo y salmón. El eructo más delicioso de mi vida. Mi último eructo.

Ya conocen mi historia. Ahora, actúen con responsabilidad y sólo degusten tan excelso entrante si no les importa terminar con la cabeza aplastada en la acera. Piensen que, según la leyenda, el último que lo probó trabajaba de estilista en Súpermodelo. Allá ustedes.

P.D. - Hola, soy la médium que ha escrito esta cagarruta. Satanás me ha enviado un sms diciendo  “no pdo vnir sta noxe, sorry :( ”. ¿Alguien sabe si la cabra se puede congelar?

1 comentario:

  1. Je, je, je.......

    Muy simpatico, pero creo que lo he visto en este mundo, ¿tendrá algo que ver co el tupper de cabra que tengo en mi congelador?

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